Encerrona Al Médico


En nuestra sociedad de soledad comunicada aumentan las posibilidades de hablar con los que están a miles de kilómetros mientras nos aislamos en la rutina perdiendo la buena costumbre del diálogo cara a cara con los que tenemos cerca.
La necesidad de hablar es muy perentoria en el ser humano y todos nos morimos por tener a alguien a quien contar nuestras pequeñas miserias diarias.
Por eso, ante la masificación, en los centros de salud dan consejos para que las visitas sean cortas y efectivas.
Comprobado. Algunos llegan al médico y en respuesta a «¿qué tal se encuentra, Manolín?», lo primero que encajan es algo del tipo «muy preocupado con mi hijo, porque se le ha metido en la cabeza irse ahora a vivir con su novia, que no es mala chica, pero los dos están en paro y no sé cómo piensan pagar el alquiler...».
Pues no. Lo que el médico quiere saber es qué le duele. «Me siento desganado, mi mujer dice que a lo mejor fueron las albóndigas del martes, aunque yo creo que lo que realmente me sentó mal fue el potaje de ayer, cuando la prima Elena me preguntó cómo le iba a Pedro. Pedro es mi hijo ¿sabe usted?».
El facultativo intenta atajar «¿no tolera los alimentos? Gastroenteritis lo más probable...».
A Manolín se le iluminan los ojos con la ilusión de contradecir al doctor. «¿Usted cree? En mi familia más bien fallamos del corazón, figúrese usted que Eulalia, la hermana de mi abuela, murió a los noventa y siete años y nunca se quejó del estómago, ¡y fumaba puros!».
No hace falta referirse a los ancestros ni a los descendientes ni contar una historia interminable para decir al final que te duele el dedo gordo del pie.
Que el médico termina tan confundido el pobre hombre como la Encarna de Martes y Trece y las empanadillas que acabaron haciendo la mili en Móstoles.