No nos aclaramos. Nuestras emociones fluctúan igual que los valores de la bolsa, siguiendo el ciclo de la euforia al desastre en cuestión de días. Y mientras los brókeres fijan su tensa mirada en las pantallas repletas de números y comas en maratón, las amas de casa fijan la suya, acongojada, en la otra bolsa, la de la compra, cada día más amenazada.
Proliferan los 'negocios del remiendo': de los zapateros, de los chatarreros, de los que arreglan los paraguas, las tiendas de costura ultrarrápidas, las de segunda mano, las de repuestos; en fin, todo lo que signifique poner tirita aunque sea pegada con saliva a lo que ya tenemos, que no da la cosa para más.
La raíz etimológica de 'agarrao' la desconoceremos; pero el uso práctico del significado de la palabra, no. Nos agarramos a la ropa del año pasado, a los teñidos caseros, al cafetito de nuestra cafetera, al autobús y a las caminatas saludables exentas de gasolina, al fútbol de los bares e incluso al congénere bípedo con el que decidimos compartir experiencia de vida.
Me arriesgo a especular que en este año la tasa de divorcios descendió en el mes rey, septiembre, porque las parejas este verano en vez de gastar su tiempo en reparar en los defectos del otro, lo habrán pasado sin vacaciones pensando en cómo rayos se las compondrán el resto del año y el que viene.
En positivo: abundan las clases para aprender a cocinar barato, los menús de tres euros y hasta de uno; por fin empezaron a cobrarse las ayudas del Principado para la compra de ordenadores y las del cheque bebé parecen estar en camino.
Es el momento de aprovechar las clases de yoga y si no, fíjense en las recomendaciones para ir al supermercado: no hay que ir con hambre, ni depresivos, ni eufóricos. Vamos, que hay que hacer meditación zen antes.