Érase que se era una vez hace mucho, pero mucho tiempo, miriadas de niñas a las que rellenaban su infantil cabecita de magia. A través de libros hechizados conseguían mantenerlas en el ensueño de que un día, cuando su belleza estuviese plenamente desarrollada -y no antes- vendría un príncipe azul. Pero no de un azul cualquiera: ni oscuro, ni añil, ni marino ni acuoso. Un galán de un azul cielo ideal, que las rescataría y cuidaría por siempre jamás; unas veces la oferta incluía perdices y otras no. Ese extraordinario ser no tenía más que llegar, ver y vencer a lo Cesar.
Luego resultó que los inocentes cuentos de toda la vida, por más que los revistiese de glamour Walt Disney, escondían advertencias para las adolescentes (Caperucita Roja), incestos (Piel de Asno), odio entre hermanos (Cenicienta), narcisismo (Blancanieves)...
A mí que me registren; siempre consideré al lobo precisamente eso, un lobo, y no un seductor entre árboles. Claro que si en vez de un lobo adornado con una pelambrera cualquiera, se tratase de Hugh Jackman de Lobezno, no me atrevería a apostar en contra: habría una tremenda cola para entrar en el bosque.
Ahora dicen que los cuentos tradicionales dejan en desventaja a las princesas: deben ser capaces de despertarse solas y construirse un futuro por sí mismas, y no esperar la llegada de un desconocido que les solucione la vida.
En resumen. Murieron los príncipes y llegó Harry Potter, que tiene que currárselo mucho mas, trabaja en equipo y siempre se salva por un pelo de pata de mosquito.
Pero lo que no cesaron, fueron las invitaciones al baile del reino: Operación Triunfo, Britain got Talent... Así surgen las princesas de la nueva era, como Rosa López y Susan Boyle, para que luego me digan que los cuentos de hadas están muertos.