Anda, abuelo», farfullaba impaciente. «Ya vamos», aseguraba él, reanudando la charla. Gracias a su antiguo trabajo en el tranvía y luego de aguador, conocía a todo el mundo y era impensable llegar al parque de La Marquesa sin entrar en conversación con medio Avilés. Una ruta interminable hacia los ansiados columpios. «Mentira», decía yo de morros. «Chsst, eso es muy feo, se dice 'no es verdad'». Mi abuelo. Bigote y boina eran sus señas de identidad.
Era el hombre que me llevaba a la playa y me hacía palas con su inseparable navaja. Las materias primas: un bote abandonado de crema solar y un palo de madera. Por el tiempo que le tocó vivir, como casi todos los abuelos de la época, llevaba el reciclaje en la sangre aunque probablemente desconocía su significado.
Me permitía quedar hasta las tantas leyendo viejas revistas de 'Selecciones'.
Me enseñó a jugar al dominó y a la brisca. Confieso que también al tute; eso sí, a escondidas de la abuela.
Tenía siempre tiempo para mí, me daba un recetario de consejos sin caducidad sobre la vida y jamás se enfadaba cuando le dejaba calva una planta.
Hoy en día, los mayores tienen que competir con las nuevas tecnologías; ganarse esa admiración tan preciada de los nietos, no es ninguna ganga. Pero ellos lo intentan, se convierten en abuelos multifunción; los llevan a la piscina, al campo de fútbol y a donde haga falta. Algunos hasta se apuntan a cursos de internet, todo sea por la causa.
Pero una forma de acertar siempre, es haciendo algo juntos, como en alguno de los talleres de verano de Laboral Centro de Arte y Creación Industrial para niños. Proyectos que aúnan a niños y mayores para hacer, por ejemplo, casetas de madera.
Cuando se juntan las ganas de enseñar con las de aprender, se consigue la combinación perfecta.