De entre las conferencias que se ofrecen en la Casa de Cultura, hubo una sobre el uso adecuado de las etiquetas de los alimentos. La verdad es que no soy una super-lectora de las etiquetas. Excepto quizás en las de la ropa; soy una forofa del algodón perdida en un océano de poliéster. Cuando tengo el día majo y con tiempo, me siento inspirada, y en aras de la salud, igual les echo un vistazo en el super leyendo los ingredientes y eliminando de la cesta los productos que contengan grasas saturadas. De momento son las que se llevan el título de malas-malísimas esta temporada, igual que en la pasada. Y digo esto, porque desde hace unos cuantos años llevamos un acompasado vaivén alimenticio en el que lo que en un período es estupendo, en otro no se puede vivir sin ello.
Me resultan también muy sospechosos los productos de algo que no incluyen más que el 'aroma' de ese algo, disfrazados bajo la definición de 'preparado alimenticio'. Ya. Ya sabemos que lo que no mata, engorda.
En el caso de los chocolates, cuanta menos harina camuflada 'enriqueciendo' la composición, mejor. Otras veces, cierro los ojos y cedo al capricho, a eso de «nena, no mires tanto, has tenido un día horrible y no tienes que dar cuentas a nadie, agarra esa tableta y vámonos, sin rencores y sin mirar atrás».
Por desgracia al final si que doy cuentas a alguien: a mi cuerpo; no lo tengo tan domesticado como el cerebro y mis marrulleras excusas no lo convencen. Es tan ajeno al subconsciente que se empeña en mostrarse tal como es.