Envuelven nuestro cuerpo aproximadamente 1,7 metros cuadrados de piel. Un lienzo de la madre naturaleza que como los maorís, está de moda personalizar. Mientras ellos utilizaban el 'moko' (tatuaje facial tradicional) para marcar el clan al que se pertenecía y contar su propia historia, hoy en día prima lo ornamental.
Unos incorporan lo que está en boga: dragones, crucifijos, anclas o ese pequeño detalle playero en los tobillos. Si antes se llevaba grabado en la piel el nombre del ser amado, ahora también se añade el de cada retoño. Otros invocan fortuna, salud o protección, y no dudan en grabarse máximas en complejas lenguas.
Como soy de naturaleza desconfiada, no me veo añadiendo a mi anatomía cualquier axioma espiritual en camboyano. Con la suerte que tengo para lo exótico, me van a dar el cambiazo y en vez de una plegaria para la buena suerte, igual acabo con el anuncio de un supermercado. Voy a seguir fiel a mi San Judas Tadeo, que le tengo más confianza.
Me reservo y confieso: algunos tatuajes los encuentro tentadores, pero dos aspectos de mi personalidad se rebelan; temo que son producto de la inmadurez. Miedo ancestral a los utensilios punzantes y tendencia a considerar cansino lo que no varía en un par de semanas.
Así que, como los antiguos maorís, prefiero que mis marcas corporales cuenten mi historia pero sin tinta, y me conformo con las muescas dejadas por el batallar de la vida, como la vacuna de la viruela en el brazo, algún pequeño socavón de la varicela, los arañazos del gato...
¿Recuerdan cuando presumíamos de niños de nuestra particular colección de postillas en las rodillas y en los codos como trofeos ganados en una guerra? De todas formas, lo verdaderamente importante, se lleva tatuado en el alma, que quizás se ve menos, pero es imposible borrar.