Es el atardecer. El sol se despide lentamente, compitiendo sin apenas fuerza con el entramado de nubes ligeramente grises. Hay marea alta y el deporte de cazar olas se encuentra en plena actividad.
Los más atrevidos intentan remontarlas con una tabla de surf en Salinas. Parecen un grupo de extraños pájaros negros flotando juntos al obligado vaivén impuesto por el mar.
Los más pacíficos cazan las olas con los enormes objetivos de sus cámaras fotográficas en la playa del Cuerno. La fuerza del oleaje contra las agrestes formaciones de roca es tal, que los viandantes del paseo corren el peligro de llevarse una ducha gratuita.
Entre los coches que esperan su turno para atravesar el túnel, hay uno cuyo dueño ha puesto las luces de intermitencia abandonando el auto a su suerte, cámara en ristre, impaciente por inmortalizar miríadas de gotas de espuma de mar.
Parece extranjero. Eso no da satisfacción alguna al conductor inmediatamente posterior, que farfulla ultrajado, alternando la mirada entre el semáforo, próximo a ponerse verde, y el fotógrafo oportunista.
Tras el túnel, en la playa del Dólar, la estampa es más familiar. Un padre y sus tres hijos, con el uniforme del colegio, contemplan el infinito azul sin otro afán que capturar el momento con la mirada.
La playa de Arnao. Una playa de cuento, de barandillas blancas, paseo de piedras engarzadas y dos bajadas de fácil acceso. ¿Se acuerdan cuando sólo había un camino zigzagueante, por el que había que bajar en fila india y sin perder de vista dónde se ponían los pies?
Sólo le veo un 'pequeño' gran inconveniente. La arena se ha ido. ¡Con la de castillos que hice allí en mi infancia! Piedras y piedras se distribuyen a lo largo de la orilla y le han restado 'vidilla' a una playa, por lo demás, acogedora. Una pena.
18/10/2008 Publicado en LA VOZ DE AVILÉS María José Rosete